La danza macabra de Stephen King
Lo mío, cuando no el individualismo, son las minorías, las elites. Por lo tanto, ese prejuicio, cada día más arraigado, que siento ante todo lo que me suene a gregario, mayoritario, popular, me había impedido hasta hace poco leer a Stephen King, el autor que acercó a las masas la literatura de miedo. Sin embargo, me toca tan de cerca el tema de su Danza macabra -el horror en la literatura y en el cine, y en menor medida en el cómic, la radio y la televisión- que he sabido superar mi sempiterna monomanía y descubrir una sintonía aún mayor de la que imaginé cuando me decidí a abrir el libro.
King llama "danza macabra" al magnetismo que ejerce sobre nosotros algo que, en principio, debería hacernos sentir mal: la ficción que nos procura miedo. "La danza macabra es un vals con la muerte. Es una verdad de la que no podemos apartar la vista. Al igual que las atracciones de las ferias que imitan una muerte violenta, el relato de horror es una oportunidad de examinar qué es lo que pasa detrás de unas puertas que normalmente mantenemos cerradas" (pág. 556).
Puesto a escribir sobre ello, respondiendo al encargo de uno de sus editores, el libro vio la luz en 1981. Ya en el 82, la obra fue merecedora del Premio Hugo al Mejor Libro de No Ficción, el máximo galardón estadounidense de literatura fantástica.
En sus primeras páginas, King evoca su acercamiento al género. Compruebo entonces con sumo agrado que mi descubrimiento y recorrido por estas historias ha sido muy semejante al suyo. Según apunta en la introducción, su experiencia con el horror dio comienzo el 4 de octubre de 1957, cuando asistió a la proyección de La tierra contra los platillos volantes (Fred F. Sears, 1956). Con anterioridad, una antología de Lovecraft, que encontró entre unos libros que pertenecieron a su padre, ya le había predispuesto a las ficciones ominosas.
Libro de cine
Ya desde la dedicatoria a tres destacados miembros del círculo de Lovecraft -Robert Bloch, Donald Wandrei y Frank Belknap Long-, entre otros clásicos de la literatura fantástica, las similitudes de mi iniciación con las de King me han sorprendido tanto como molestado los frecuentes chistes de sus comparaciones. Eso de que en todo tenga que haber una gracia, me carga. Especialmente cuando se habla de miedo. Gracia que, además, suelen ser vulgaridades que acaban convirtiéndose en un tic en el texto.
No sé si tantas simplezas, de algún modo, serán atribuibles a la traducción. El caso es que es frecuente leer "echaban" tal película en vez de "proyectaban", como cabe esperar en unas páginas que, a la postre, principalmente, son las de un libro de cine. Lastima que King adolezca de esa gravedad que su admirado Lovecraft -y el mío, por supuesto-, y no digamos Poe, sabía imprimir a todas sus ficciones. Es lástima -u otra cosa- porque, conociendo a la perfección como conoce todos los mecanismos del espectador ante el miedo, es consciente de que la risa, la falta de respeto ante el espanto, es una de las defensas más simples ante las películas de terror de aquellos a quienes sí les inspiran un temor subrepticio.
A mí, particularmente, me seducen por la sombría curiosidad que me despiertan. Si en verdad me diesen miedo no buscaría estas ficciones con la avidez que lo hago. Con todo, me reconozco entre esos desequilibrados -para King, en potencia, lo somos cuantos hablamos a solas o hacemos gestos raros cuando nadie nos ve- que encuentran expresados sus instintos más sombríos en el cine y la literatura de terror, sustitutos de los cuentos de hadas de antaño. Y también reconozco, como leo en el capítulo dedicado a La semilla del diablo -la novela de Ira Levin del 67, que King elogia tanto como la brillante adaptación a la pantalla, dirigida en el 68 por Polanski- que mis miedos tienen su origen en mis paranoias.
En fin, volviendo a Bloch, Wandrei y Long, los acólitos del outsider de Providence, King los descubrió -como a Lovecraft mismo- en los relatos de ellos que se publicaban en la mítica revista Weird Tales y otros pulps de los años 50, así como en sus antologías estadounidenses. Yo lo hice mucho después, pero por un procedimiento muy parecido, en Los Mitos de Cthulhu.
Y mucho antes de que, a finales de los años 80, mi experiencia como lector y como cinéfilo me llevara a la concluir lo difusa que es la línea que separa la ciencia ficción y el terror dándole vueltas a Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979), King ya había reparado en ello en el miedo a la bomba atómica y la amenaza soviética que entrañan cintas como El cerebro de Donovan (Felix Feist, 1953), la ya citada La tierra contra los platillos volantes, La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) y el resto de los pilares de esa edad de oro de la ciencia ficción estadounidense de los años 50. La nómina de referencias a ese cine es exhaustiva e incluye desde La masa devoradora (Irvin S. Yeaworth Jr., 1958) hasta Las mujeres de Stepford (Bryan Forbes, 1975), cinta, esta última, que en verdad me descubre. No faltan entre los ejemplos de King referencias a sublimes rarezas como Caltiki, el mostruo inmortal (Riccardo Freda y Mario Bava, 1959). Nada que no sepa un buen aficionado a la fantaciencia.
Sin embargo, no son tantos los que sostienen, como King, que el simbolismo de la cinta de Siegel alude al famoso "lavado de cerebro" que hacían los comunistas a sus nuevos adeptos. Muy por el contrario, tiende a verse en esas mismas secuencias una metáfora de la inquisición maccarthysta. Como ya escribí en La edad de oro de la ciencia ficción (T&B Editores, Madrid 2008), sin saber aún de la coincidencia, comparto la opinión de King y la aplaudo sin paliativos.
Ese tiempo, en que los jóvenes descubrían el rock & roll y la ciencia ficción a la vez, para mí es un periodo mítico en la historia del amado siglo XX, el del nacimiento de la cultura juvenil, ni más ni menos. Para King fue su adolescencia. En consecuencia, su juventud coincidió con aquellos días en que los melenudos como él podían ser agredidos por las personas normales, como les sucede a los protagonistas de Easy Rider (Dennis Hopper, 1969). Todo el libro está trufado por su experiencia personal que, insisto, se desarrolló entre los primeros jalones de la historia de la cultura juvenil.
Así las cosas, las líneas que dedica a la exaltación del papel que jugaron las películas dirigidas por Roger Corman para la American Internacional Pictures cuando esa cultura juvenil nacía, me han resultado esclarecedoras y también las aplaudo entusiasmado. Con todo, a su juicio, no es de Corman, sino de Gene Fowler Jr, la cinta más representativa de aquel periodo: Yo fui un hombre lobo adolescente (1957). Y lo es porque sintetiza el espíritu y ciertos temores de los espectadores a quienes iba dirigida (pág. 81). Ya en los siguientes capítulos, mantiene que el gran Corman empieza en El terror y El hombre con rayos X en los ojos, ambas del 63.
A mi entender, el gran Corman arranca con La caída de la casa Usher (1963), la primera cinta del ciclo de adaptaciones de Poe protagonizadas por Vincent Price. Pero sostengo con King que La pequeña tienda de los horrores (1963) es una cinta sobrevalorada por más que incluya una de las primeras apariciones de Jack Nicholson. En cualquier caso, siempre es interesante leer las consideraciones sobre "las películas de horror con subtextos que intentan enlazar preocupaciones reales" (pág. 264) de alguien que, además de uno de los más ilustres escritores del género del siglo XX, se ha "pasado más de veinte años yendo a ver películas de terror, buscando diamantes (o partículas de diamante) en el yermo del cine de serie B" (pág. 301).
King, además de un gran cinéfilo, es uno de los pocos escritores que se muestra totalmente satisfecho con las adaptaciones a la pantalla de sus novelas. De hecho, Brian de Palma, autor de la versión fílmica de Carrie (1976) es uno de los realizadores que más trae a colación. Siempre para elogiarle. Por lo que a mí respecta, la película no vale gran cosa, como todo el cine de Brian de Palma por otro lado. Pero es lógico que King lo alabe. Avanzando en el texto recordará las estrecheces por las que pasaba, ya casado y con un hijo, antes de que la publicación de Carrie (1974), su primera novela, le convirtiera en un autor de best-sellers de miedo y su posterior adaptación al cine marcará el comienzo de la constante y satisfactoria relación que ha mantenido con la pantalla.
Los tres grados del espanto
La revista Vampus y otros cómics de terror de mi época no tuvieron en mi educación sentimental del miedo -si se me permite la expresión- la trascendencia que tuvieron en la de King los tebeos de la editorial E.C. Pero también suscribo los tres arquetipos del monstruo que, como si se tratase de los arcanos de un supuesto tarot nos propone.
- El vampiro, el primero de ellos, naturalmente tiene su origen en el Drácula (1897) de Stoker. Pero antes en El vampiro (1819) del infeliz Polidori. Justo es reconocerlo.
- Curiosamente, a decir de King, el hombre lobo no nace en ninguno de los relatos de licántropos que también hubo con anterioridad al amado siglo XX -quiero recordar el hermosísimo El lobo blanco de las montañas de Hartz (1837) de Frederick Marryat- sino en el Mr Hyde de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr, Hyde (1886), de Stevenson.
- Por último, la abominación sin nombre, tendría su modelo en el moderno Prometeo, el hombre creado con cadáveres por Victor Frankenstein en Frankenstein o el moderno Prometeo, que la gran Mary Shelley dio a la estampa en 1818.
De modo que, aunque el Poe de El corazón delator (1843) y Lovecraft de Mitos de Cthulhu (1921-1935) también son para King deidades y referencias de toda ficción diabólica, Drácula, El extraño caso del doctor Jeckyll y Mr Hyde y Frankenstein o el moderno Prometeo son los tres textos canónicos sobre los que de una u otra manera se alza todo el miedo posterior.
Si esto apenas supone nada nuevo, sí que es en verdad esclarecedor los tres grados en los que King divide el espanto. Para el autor de El misterio de Salem's Lot (1975), la perfección del susto viene dada en el Cuento del garfio. Se trata de una historia que se repite en los fuegos de campamento de los jóvenes estadounidenses. En líneas generales es así:
En un lugar determinado se habla de un despiadado asesino que mata con un garfio a las parejas de enamorados cuando éstas se entregan a sus arrumacos en sus coches, aparcados entre las sombras de la noche. La protagonista, que acaba de escuchar el relato, empieza a sentir miedo apenas comienza a manosearla su chico en uno de esos trances. Cuando al cabo le convence para que la lleve a casa y se baja del coche, descubren con estupor que en el maletero asoma un garfio.
Bajo el epígrafe de Los cuentos del garfio se diserta en el primer capítulo en torno a los miedos perfectos, aquellos en los que todo se sugiere sin truculencia alguna. Ese sería el terror puro. Entre estas excelencias destaca el magistral relato La pata de mono (1902) de William Wymark Jacobs.
El erotismo de Drácula me era tan conocido como el anticomunismo de la edad dorada de la ciencia ficción estadounidense. Pero sólo había atisbado esa certera escala del espanto que el escritor aporta. Sostiene King que cuando el narrador no puede aterrar con sugerencias, lo horroriza con evidencias. El horror sería, pues, el segundo grado en el escalafón del espanto.
Cuando eso tampoco funciona, no le queda otro remedio que inspirarle asco (pags. 54 y 55). La repugnancia es, por lo tanto, lo más bajo en la escala del miedo. Me descubro ante el acierto de la aseveración, que evidencia la falta de calidad del gore en su conjunto, y reconozco que, aunque siento ese asco ante determinadas truculencias, nunca lo había razonado. King propone como ejemplo el chestburster de Alien. Es decir, cuando la larva ya está desarrollada y le revienta a Kane (John Hurt) la caja torácica para salir al exterior.
Radio y televisión
Siendo el miedo y el horror "emociones cegadoras que nos quitan los anclajes de adulto de un sopapo y nos dejan tanteando en la oscuridad como niños que no encuentran el interruptor de la luz" (pag. 193), King considera la radio un medio especialmente dado al espanto ya que es "ciega". Del capítulo a ella dedicado sólo me suena la mítica emisión de La guerra de los mundos de H. G. Wells, llevada a cabo por el Mercury Theatre de Orson Welles en 1938 a la que, con motivo de su setenta aniversario, dediqué un artículo en el número 180 de La aventura de la historia fechado en octubre del pasado año. Al propio King -nacido en 1947- la radio de miedo se le queda como algo lejano, que básicamente escuchó en los discos que reproducían sus grandes emisiones. De entre ellas destacan la puesta en marcha por Arch Oboler "el primer dramaturgo que tuvo su propio serial radiofónico a nivel nacional, el escalofriante Lights Out".
En lo que a la televisión respecta, demuestra ser todo un experto. Y eso que la considerarla un "medio mediocre", como el amante del cine que es, además de poco dado al horror puesto que las atrocidades de la realidad que nos proponen sus informativos superan con creces las de las ficciones aciagas. La excelencia, como es bien sabido, la marca La dimensión desconocida, la serie creada en 1959 por Rod Serling.
Tampoco escatima elogios para Thriller, una propuesta de la NBC, protagonizada por Boris Karloff, que estuvo en antena en los primeros años 60. Sin tanta alabanza, llega a referirse a Sombras tenebrosas, la serie de la antena estadounidense de los años 70 que inspiró a Tim Burton la cinta homónima en 2012.
El mal lugar y el gótico americano
En el capítulo dedicado a la narrativa introduce un nuevo paradigma, un nuevo arcano de su tarot imaginario: el fantasma. Un poco más adelante, nos habla del ámbito más frecuente de estos espectros: "el mal lugar", que no es sino una variación de la casa encantada.
Según lo presenta King, el gótico americano se me antoja más próximo al cuadro homónimo de Grant Wood que a la literatura gótica británica, de la que a decir de otros comentaristas es una variación. Para King tiene su propia idiosincrasia. En cualquier caso, Flannery O'Connor fue una de sus cultivadoras más destacadas.
Pero, a juicio de King, el gran libro del género fue Dark Carnaval (1947), la primera colección de relatos de Ray Bradbury. En su opinión, tanto Bradbury como Richard Matheson -el autor de El increíble hombre menguante (1956)- son escritores fantásticos, que no de ciencia ficción. Idéntico es el caso de Jack Finney, el autor de Los ladrones de cuerpos (1955) que en el 56 inspiró a Don Siegel La invasión de los ladrones de cuerpos.
Para King, la fantasía es superior a la ciencia ficción. Sin embargo, un fragmento tan realista como ese donde se da noticia de la preocupación del Popeye de Santuario (William Faulkner, 1931) por su peinado antes de ser ejecutado, es otra de las más altas cotas del gótico estadounidense.
Ahora bien, la cima de todas las ficciones de miedo escritas tras la trilogía decimonónica son dos títulos en verdad cruciales El gran dios Pan (Arthur Machen 1890-94) y En las montañas de la locura (H. P. Lovecraft, 1931).
Enemigo de la fantasía épica (pag. 493) y tan admirador como yo mismo de John Clute y su Enciclopedia de la ciencia ficción, King sostiene que ese mal lugar, en nuestros días, no es esa casa encantada que antaño fuera. Muy por el contrario son lugares tan diáfanos y apacibles como aquellos donde discurre nuestra vida cotidiana. De hecho, ahora que ya no inspiran miedo ni las criptas ni sus moradores, lo que verdaderamente nos asusta es la irrupción en nuestro día a día de algo que no entendemos. Verbigracia, La semilla del diablo, en cuyo asunto se nos cuenta cómo el mismísimo Satanás posee y deja encinta a una joven esposa de Manhattan a la que su marido, un actor diletante, ofrece a los satánicos. Es curioso que al hablar de la adaptación de Polanski, King no haga ninguna referencia a la supuesta maldición que pesa sobre el edificio Dakota, el inmueble donde se rodó la película, asesinaron a John Lennon -en el portal- y otras desdichas de obligada referencia en las glosas de las que es objeto la finca con cierta frecuencia en los espacios televisivos.
Al ser un cultivador de la fantasía, el escritor de terror vuelve a los cuentos de la infancia. De ahí que, a decir de King, Ray Bradbury tuviera cierto aire de niño en la mirada.
Por último, el autor rebate la teoría que relaciona la violencia en la ficción con la violencia real mediante un montaje en paralelo. Por un lado da noticia de algunos hechos criminales que conmocionaron a la sociedad estadounidense, por el otro, rebate los argumentos de quienes, en base a ellos, impulsaron la prohibición de cualquier imagen violenta en la televisión norteamericana.
A mi entender, tanta broma, tanto chiste y tanta comparación obedecen a un afán, por parte del autor, de restar gravedad a un texto que debiese haber sido tan circunspecto como El horror en la literatura (1927) de Lovecraft. El tono distendido llega a resultar cargante -donde hay confianza da asco-, pero no merma el sumo interés de esta lectura.
Publicado el 4 de febrero de 2014 a las 19:30.